Y uno…

Ya te lo dicen en las clases. El profesor o profesora marca el comienzo del ejercicio «Y uno…», dejando claro que quedan números por contar. «Y uno…» es solo el comienzo, el arranque, ya no dejas de bailar.

Llegué a la danza con 21 años. Siempre me había gustado, eso lo tenía claro, recuerdo que era así desde que tengo uso de razón. Supongo que no me atrevía a entrar en ella, pensaba que no era para mí. ¿Por qué? Me lo he preguntado muchas veces. Se me ocurren muchas razones, no hay una sola. Cada vez que lo pienso, de hecho, se me ocurre un nuevo motivo. Pero vamos a resumir.

En primer lugar, está el sentido del ridículo, la seguridad o el nivel de arrojo que tenga cada uno. Esta es la parte que me toca y de la que sigo aprendiendo hoy en día.  Algunos se ahorran este paso, a los demás nos toca remediarlo. Se puede.

En segundo lugar, están los prejuicios sociales: “¿Moverse, así porque sí, sin más? Por favor… “.  Por suerte, los prejuicios van a menos. O eso dicen…

Por último, está la supuesta “lejanía” de la danza: no entré en la danza porque nadie me la había señalado. Así es. Exceptuando las familias de bailarines, entre el común de los mortales la danza no es un camino que se señale todos los días… “Mira, una tienda de ropa”, “Vamos a la panadería”, “El de mates es mi profesor favorito”, “El domingo en casa vemos el partido”….  Uno va registrando realidades cercanas y empieza a imaginar y fantasear con aquello que será de mayor. Incluso, “vamos a ir al museo el domingo”, esto para los que tienen la suerte de poder soñar y aspirar alto. Si son valientes, quizá querrán ser artistas, inventores o pianistas de mayores.  La danza es otra cosa. La danza, en mi infancia, estaba en otra dimensión. En la dimensión de las vidas inaprensibles que salen en la tele, en los desfiles, en el cine. Esas vidas que están ahí para ser observadas y suspiradas, como se suspira por vivir una de esas historias que leemos de pequeños, ya sea de hadas, de héroes, de dos gemelas que viven en un internado sin sus padres, o de una pandilla que pasa un verano eterno en aventuras.  A esta supuesta “lejanía” de la danza es a la que más combato. Y le llamo supuesta porque pocas cosas hay tan naturales al ser humano como el movimiento. Todos los bebés del mundo se mueven al escuchar un ritmo o una melodía. 

Cuando la danza es un estado de ánimo, una forma de estar en la vida, hay muchas opciones para no renunciar. Que no pasemos cada día en un conservatorio no quiere decir que no podamos vivir en danza. Para empezar, hay miles de estilos en los que expresarse bailando (y muchas maneras de progresar en cada uno): ballet, contemporáneo, modern, flamenco, oriental, regionales, claqué, de salón, hip hop… o bailar a nuestra bola. Pero hay mucho más. Igual que un aficionado al arte (plástico, entiéndase) no sólo disfruta viendo cuadros, también lee biografías, aprende historia del arte, está al día de las últimas noticias, sigue  diez blogs, comprende el lenguaje de las técnicas, compra merchandising en sus viajes a museos o coloca un fondo de pantalla con su imagen del mes… Digo, que igual que este aficionado al arte vive su pasión de muchas maneras, en la danza hay libros, revistas, cine, biografías fascinantes, novedades y cotilleos. Problemilla: están bastante escondidos. Y así es difícil enganchar, despertar curiosidades, o tirar abajo prejuicios. Se espanta incluso al que ya viene interesado de serie. Hagan la prueba en google. Yo he contado la mía aquí.

NYCBallet

Así me imagino las palabras de fondo de esta imagen del NYCB, que descubrí en algún momento en Internet y guardé en seguida, creo recordar (y me apetece imaginármelo así) que son los pies de Balanchine con los de alguna bailarina en su escuela. De fondo, quizá, estaban repitiendo el ejercicio. «Y uno…»

 

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